Colombia

la mujer que desenterró a su esposo desaparecido y aún espera la verde

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A las 5:30 pm el cielo de Barranquilla guardaba aún una luz tenue cuando Temilda Vanegas entró al cementerio municipal de Calancala con un plan que nadie más debía conocer.

Llevaba lo imprescindible: un palustre recién comprado en una ferretería del sector, un foco de mano, guantes de farmacia y el tipo de determinación que sólo crece al ritmo de la desesperación.

Había pasado más de un mes desde la desaparición de su esposo, Jorge Adalberto Franco Argumedra, visto por última vez el 4 de noviembre de 1987y la incertidumbre no dejaba dormir.

El sepulturero De turno, un señor Rojas, le dijo que no podía mostrarle el cuerpo. Cambio de turno, cansancio, la excusa que fuera. Temilda dejó una piedra marcando el lugar exacto, por si acaso, y se propuso volver con autoridad judicial.

Pero la angustia no sabe de procedimientos. Mientras el portero se distraía con el cierre, se escondió en una bóveda destapada y esperó.

El silencio llegó con la noche y, cuando la oscuridad fue completa, empezó a cavar con el foco en una mano y el palustre en la otra, guiándose por indicios: “el sepulturero me dijo de este lado está la cabeza, de este lado los pies; cuando llegues vas a encontrar una bolsa plástica tapando las cuencas para que no se llenen de tierra”, le contó a EL TIEMPO.

El primer golpe seco contra un hueso la detuvo. Allí estaba la bolsa. Se puso los guantes y retiró con cuidado la cobertura plástica. Alumbró. La cara aparecía sin tejidos blandos, verdosa por los días en el agua. Un corte ancho, como una tajada de arena, atravesaba la frente. Le habían echado ácido en la cara y en la espalda. Le faltaba un colmillo. No tenía uñas. “Los rasgos no se pierden, se dijo. Los pómulos, el tabique, el frontal. Y él tenía una característica: arriba parecían cuatro dientes, pero eran tres, grandes, bien ubicados”.

Jorge Adalberto Franco Argumedo fue visto por última vez el 4 de noviembre de 1987. Foto:archivofamiliar

Buscó agua en las albercas. Lavó con delicadeza. Encontró la cabeza separada de la columna; la acomodó, ajustó las manos, recompuso los huesos en su sitio. Luego siguió cavando hasta encontrar la bolsa con la ropa y los zapatos: Saturno 86, talla 38, casi nuevos. El interior, la ropa con la que había salido de casa. Lo expandió todo en el suelo y, cuando se convenció de lo que ya sabía, devolvió cada cosa a su lugar, cubrió la fosa con la misma tierra, alisó la superficie y salió.

En la puerta, una pareja la miró pálida. “¿Tú eres de esta o de la otra vida?”preguntó el hombre. Temilda, todavía con el pulso firme, respondió como quien no tiene tiempo para tonterías: “De esta. Y si esa es tu mujer, llévala a una cama”.

La ruta de la desaparición de Jorge

La vida de Jorge era la de un comerciante de artesanías que viajaba desde Cartagena a los pueblos donde tenía encargos. Ese 4 de noviembre de 1987 salió hacia Plato, Magdalena, a vender mercancía recogida en San Jacinto, Bolívar. Militaba en un partido de izquierda, detalle peligroso en aquellos años de paramilitarismo creciente, rutas del narcotráfico y pactos de silencio. Temilda y él vivían en el barrio Los Calamares, en Cartagena, con sus tres hijos de 14, 10 y 8 años.

Temilda Vanegas ha librado una lucha contra la violación de los derechos humanos. Foto:Cortesía Zonacero.com

La noticia de su muerte la encontró en un archivo de prensa. Llegó al diario El Heraldo de Barranquilla buscando el mes de noviembre. Allí, una nota judicial afirmaba que el hombre había muerto “por inmersión”, pescando, al perder el equilibrio en el Magdalena. “Eso no podía ser, replicó Temilda en su diálogo con el corresponsal de EL TIEMPO, más para sí que para nadie.. Mi esposo había ganado una marca nacional de nado bajo el agua, entró un kilómetro y salió un kilómetro sin respirar.”. La versión oficial naufragaba con un dato.

Pronto supo que la chalupa que debía dejar a Jorge en Plato fue desviada hacia Tenerife (Magdalena) por paramilitares. “Hablé con los hermanos Piña, Juan y Diomedes, recuerda. Me dijeron: ‘Sí, ese es el señor. Lo bajaron a cachetadas con otros tres. A todos se los llevaron. A todos los desaparecieron”.

A Jorge lo torturaron, lo asesinaron y arrojaron su cuerpo al agua. El cadáver emergió enredado en tarulla cerca del caño de la Auyama, en Barranquilla, y fue levantado el 11 de noviembre por el Juzgado Tercero de Instrucción Criminal Ambulante. La funeraria del Siglo XX corroboró el traslado. En la Sijín, el libro de levantamiento hablaba de manos y pies amarrados con alambre de púas. “Quisieron que viera las fotos, dice. No quise: Preferí guardar el recuerdo de su despedida, ese 4 de noviembre, que fue la única vez que lo despedí.”.

En la búsqueda, hubo hasta una visita a una mujer que leía la suerte. Un tío de Jorge la llevó. La adivina, analfabeta, le habló de una finca con maquinaria “muy bonita”” y “pájaros grandes, rosados”. Temilda hiló el sentido: la Hacienda Santa Mártica, en Real del Obispo, Tenerife, un feudo de narcotraficantes que alardeaba de barra giratoria y tecnología agrícola importada. “Tu esposo estuvo allí”, dijo la mujer. La frase no probaba nada, pero calzaba con lo que luego confirmaría en voz de testigos: el tránsito de la chalupa desviada, los paramilitares en el camino, el río como último escondite.

El río Magdalena ha sido testigo de la violencia que sacudió al Caribe colombiano. Foto:ANI

La Navidad sin juguetes

El 15 de diciembre de 1987. Jorge cumplió 44 días desaparecido. Temilda había armado sola el rompecabezas de su muerte y, aun así, decidió llamarlo a sus hijos hasta enero, para que la Navidad no se les partiera en dos. Pero la vida no concede treguas ceremoniales. En la casa de una prima en el barrio Magdalena, sur de Barranquilla donde pasaba unos días en casa de una prima, los niños vecinos jugaban con sus regalos mientras los suyos miraban sin preguntar. “Yo no tenía un peso”, dice.

La prima le ofreció comprar “unos jugueticos”, ella se negó: le parecía demasiado cargar también esa cuenta. Hasta que el más pequeño habló: “Ajá, mamá, igual que a mi papá se le olvidó que tiene tres hijos. ¿Por qué este año no está con nosotros? ¿No va a venir? Ni el Niño Dios trajo juguetes y él tampoco ha venido”.

Las AUC sembraron el terror y el luto en el Caribe colombiano. Foto:Archivo particular.

Temilda se quebró por primera vez. Lloró, y el llanto trajo consigo la pregunta de su prima: “Ese llanto no es sólo tristeza por lo que dijo el niño; tú sabes algo”. Y ella, entre sollozos, lo admitió: sabía que estaba muerto. No pudo decírselo a los hijos. No tuvo fuerza. Una psicóloga amiga de la prima lo hizo por ella. “Yo, que había abierto una fosa de noche, no pude decirles eso, recuerda.

Los niños cargaron desde entonces con la ausencia y el miedo. Al tiempo, la madre trabajó en su taller de confecciones, los sostuvo, los educó hasta verlos profesionales, un abogado penalista con maestría en derechos humanos, un ingeniero químico, un arquitecto.

Amenazas, burocracia y el perdón que no llega

El día después de la exhumación clandestina, Temilda fue a la Procuraduría. Entró a la oficina del abogado investigador y preguntó sin rodeos: “Si yo me metiera al cementerio a abrir una fosa para convencerme de que el que está allí es mi esposo, ¿qué me pasaría?”. “La pueden poner presa”, respondió él.. “Entonces busque a la Policía y dígale que me lleven presa, porque lo hice anoche”. El funcionario la miró con asombro. “Usted tiene coraje”. Sí, lo tenía, pero no por audacia sino por necesidad: “Cuando una está desesperada, hace cualquier vaina. No me arrepiento”.

Las consecuencias no tardaron. Los paramilitares supieron lo que había hecho. Empezaron los seguimientos, las llamadas, las amenazas. “No me mataron por la misericordia de Dios”, dice. Lo que llegó fue un disparo ajeno: un estudiante de la Universidad del Atlántico cayó asesinado tocando la puerta de su casa, ella mientras no estaba.

Un año y medio después, la Procuraduría la citó. Pusieron frente a ella a un hombre que dijo ser uno de los asesinos de su esposo. “Vengo a pedirle perdón”, dijo. Temilda lo escuchó, inmóvil. “¿Por qué tengo que perdonarte?”, respondió. Él detalló su parte. “Le eché un salivón en la cara, se lo restregué con dos cachetadas”.

Temilda respiró hondo y habló con furia: “Tú no me hiciste daño a mí ni a mi esposo. A quien de verdad dañaste fue a mis tres hijos. Yo puedo volver a enamorarme, ellos no tendrán otro papá”. Por un instante quiso lanzarle lo que encontraba una mano, pero la contenía.

Temilda en un acto de reconocimiento como “Mujer Buscadora”, hecho por el Banco de la República. Foto:Cortesia T Vanegas

Casi cuatro décadas después, el 28 de agosto del año pasado, extrajeron de Calancala restos que podrían ser de Jorge para cotejo genético. Han pasado catorce meses y no hay respuesta. Temilda no se calló. Reclamó ante la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas (UBPD): “Siete años después de los acuerdos de La Habana, ¿tres cuerpos entregados? Ustedes están en oficinas con aire acondicionado mientras las víctimas buscamos en campos, ciudades y cementerios”. Elevó un derecho de petición con copia a la Procuraduría. El coordinador regional salió del cargo a las pocas semanas. “No se justifica que no sepan ni dónde están los restos: si en Barranquilla, Medellín o Bogotá. El puente entre Medicina Legal y las víctimas son ustedes”, les repitieron.

La búsqueda como oficio

Con el tiempo, la búsqueda dejó de ser sólo personal. Temilda estudió Sociología en Cartagena hasta donde pudo y, en paralelo, se formó en técnicas con el Equipo Argentino de Antropología Forense.. Trabajó con Asfaddes. En más de tres décadas de terreno, contribuyó a encontrar e identificar a 33 de 34 personas que un grupo de familias buscaba.

Intervención en el cementerio Calancala. Foto:Prensa UBPD

No había magia ahí, sino que aprendí método a pulso: escuchar, tomar nota, seguir rutas, entender la geografía del miedo, leer en cementerios, en libros de registro, en habladurías de puerto, en contradicciones de testimonios. “El territorio habla”dados.

Hubo viajes a Centro y Suramérica, Guatemala, Costa Rica, El Salvador, Bolivia, Uruguay, Paraguay, Argentina, Chile, para denunciar y aprender otras formas de rastrear la desaparición forzada.

Se encontró con madres que cavaron con las uñas, con hijos que hicieron de la hemeroteca un mapa, con abogados que entendieron que la prueba también es una lectura del tiempo.

Cuando sus hijos fueron profesionales, le sugirieron que dejara el taller de confecciones, que descansara. “Ahora es cuando”, les dijo. Porque la búsqueda, aprendió, no se mide en cansancio sino en dignidad. Y porque aún faltaba lo más íntimo: que el Estado, en nombre de la sociedad, confirmará con ADN lo que ella vio y reconoció aquella noche en Calancala. “Yo identifiqué la ropa, los tres dientes, los pómulos, el tabique. Estoy convencida de que era él. Pero quiero que me digan: sí, coinciden con el ADN de sus hijos”.

Los días que pesan como años.

Treinta y ocho años son demasiados para un duelo en suspenso. temilda recuerda con nitidez el 15 de diciembre de 1987cuando llegó a Barranquilla en la madrugada, salió en la tarde “como sin rumbo fijo” y, camino al autobús, se desvió hacia las instalaciones del diario El Heraldo a pedir el archivo de noviembre. Recuerda también la Hacienda Santa Mártica, descrita por la adivina, y luego confirmada por noticias y voces de pueblo. Recuerda al abogado renuente a visitar cementerios, a los funcionarios que no saben qué responder, a los sepultureros que cambian de turno como quien cambia de tiempo.

Y recuerda, sobre todo, la primera despedida. El 4 de noviembre lo abrazó en la puerta, un gesto raro en la rutina. “Nunca lo despedías, dice. Ese día lo hice sin saber por qué. Fue la última vez”.

Jorge Adalberto Franco Argumedra no murió pescando. Murió asesinado y torturado por quienes hicieron del río una tumba y de la mentira un trámite. Temilda Vanegas lo supo desde el principio y, cuando nadie quiso verlo, abrió la tierra para que hablara.

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Le tengo el remedio Foto:

LEONARDO HERRERA DELGANS periodista de EL TIEMPO leoher@eltiempo.com y en X:@leoher70

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