Economia
las reflexiones de Patrick McGee / Análisis de Nicolás Lloreda

En su libro Apple in China, Patrick McGee, excorresponsal del Financial Times y del Wall Street Journal, expone con detalle cómo la relación de Apple con la República Popular China ha pasado de ser una decisión empresarial pragmática a una dependencia estratégica de la que resulta casi imposible escapar.
Lo que empezó como una asociación para aprovechar costos de producción bajos y cadenas de suministro eficientes es hoy un entramado industrial, comercial y político que condiciona cada movimiento de la segunda empresa más valiosa del mundo.
La capacidad industrial única de China, el robo rampante de propiedad intelectual y la oferta de cientos de miles de ingenieros con bajos salarios convirtieron a Apple en dependiente de los designios del Gobierno de Pekín.
El ‘milagro industrial’ que atrapó a Apple en China
Desde principios de siglo, Apple apostó por instalar en China la base de su producción de iPhone, iPad, MacBook y otros productos, atraída por un ecosistema manufacturero sin igual.
Ningún otro país puede ofrecer simultáneamente mano de obra abundante, altamente calificada, infraestructura logística de clase mundial y la capacidad de escalar producción en plazos imposibles para competidores occidentales.
Esta concentración de ventajas, que McGee describe como un “milagro industrial”, es la razón por la que Apple nunca ha logrado, ni probablemente logrará en el corto plazo, diversificar de forma significativa su producción fuera del gigante asiático.
Los productos de esta marca suelen ser aclamados por amantes de la tecnología de todo el mundo. Foto:iStock
Sin embargo, el libro revela la otra cara de esta interdependencia: la vulnerabilidad frente a un régimen autoritario, capaz de utilizar tanto incentivos como coerción para proteger sus intereses nacionales.
Apple no solo depende de fábricas chinas; depende de licencias, permisos, relaciones políticas y del acceso al vasto mercado interno que, según McGee, es “una moneda de cambio que Pekín maneja con destreza”.
En 1999, ninguno de los productos de Apple se fabricaba en China. Diez años más tarde, en 2009, todos los productos de Apple se hacían allá.
Todo empieza cuando, en 2001, Foxcomm, el conglomerado taiwanés que ya era el principal fabricante para Apple, visita China y confirma la capacidad de manufactura de igual calidad y mucho menor precio.
Para entonces, empresas chinas habían logrado copiar prácticamente la misma tecnología de los fabricantes japoneses, taiwaneses, y americanos.
Foxcomm comprueba que la competitividad china se basa en “bajos salarios, bajas protecciones y bajos derechos humanos” e inmediatamente abre varias plantas en China incorporando, indirectamente, a cientos de empresa chinas de la cadena de suministro.
Cuando China ingresó a la Organización Mundial del Comercio (OMC), en el 2000, se comprometió a eliminar el requisito para una empresa extranjera que abría un joint-venture en China de transferir su tecnología al socio chino.
Aunque China eliminó la obligación en el papel, en la práctica se sigue solicitando el requisito de manera “voluntaria”; y si el inversionista no tiene esa voluntad, se vuelve imposible obtener las autorizaciones necesarias para su operación.
El primer iPhone
Cuando, en septiembre del 2007, Steve Jobs presenta al mundo el primer smartphone con una pantalla en todo un costado del aparato, en realidad sostenía un prototipo con una pantalla de plástico, pues la pantalla de vidrio, que revolucionaría la industria, aún no estaba lista.
Un mes más tarde, gracias a los enormes recursos disponibles (miles de ingenieros disponibles 24/7 transportados por Pekín), Apple pudo iniciar la fabricación masiva de su producto estrella.
El precio inicial de US$ 400 por el modelo más barato, y US$ 600 por el más potente, llevó a Steve Ballmer, entonces presidente de Microsoft, a burlarse de que era improbable que el consumidor pagara tanto dinero por un nuevo juguete.
En el primer año, Apple vendió más de un millón de aparatos solo en Estados Unidos. Pero la mayor sorpresa vino en China.
Aunque la empresa solo tenía cuatro tiendas en todo el país, en el año 2010 vendió más de dos millones de iPhones 4, a los mismos precios internacionales, para una población con muchísimos menos ingresos.
La gigantesca e inesperada demanda por el iPhone en China se debió, explica Mc Gee, a que el aparato se convirtió en el mayor símbolo de estatus en el país asiático.
Propiedad intelectual y control político: la otra cara del éxito
Uno de los capítulos más incisivos aborda el robo de propiedad intelectual. McGee documenta cómo, en paralelo a la expansión de Apple, florecieron empresas chinas que reproducen –con variaciones mínimas– diseños, tecnologías y procesos desarrollados en Cupertino.
Esta apropiación, tolerada o incluso fomentada por las autoridades, ha acelerado el ascenso de competidores locales, reduciendo la ventaja tecnológica de Apple y, en algunos casos, obligándola a modificar su estrategia de lanzamiento y precios.
El libro incluye el resultado de más de 200 entrevistas que realizó McGee, y que añaden simpáticas anécdotas, como cuando Apple, al descubrir las barreras para abrir su primera tienda, consigue la licencia necesaria comprando una tienda de reparación de máquinas de coser.
También incluye la visión de Terry Gou, el presidente de Foxcomm, que vislumbra, antes que nadie, las inmensas oportunidades para Apple en China y ofrece tanta capacidad, sin compromisos, a Tim Cook que Gou y Foxcomm se convierten en indispensables para Apple cuando sus proyecciones de crecimiento superaban todas las expectativas.
Otro factor que el autor destaca es la impresionante capacidad de formación de talento técnico en China.
Las universidades y los centros de ingeniería producen cada año cientos de miles de ingenieros especializados en electrónica, diseño industrial, materiales avanzados y software.
“China no solo fabrica; forma masivamente a quienes pueden rediseñar y optimizar cada parte de la cadena”, explica McGee.
Esta fuerza laboral sobredimensionada permite a las fábricas reaccionar con rapidez y flexibilidad, ofreciendo a Apple un nivel de eficiencia que sería imposible replicar en otro país.
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Pero el precio de esta simbiosis es alto. McGee señala que Apple destina cada año más de 40.000 millones de dólares a operaciones en China, cifra que incluye contratos con proveedores, inversiones en instalaciones y gastos asociados a su red logística.
Esta suma, más que un gasto operativo, representa una línea de dependencia: cuanto mayor es el volumen de recursos comprometidos, más difícil resulta para la empresa “reposicionar” su producción o enfrentar a Pekín en cuestiones regulatorias o políticas.
“Arrogancia de Apple”
Ese fue el titular del periódico oficial chino en 2013, pocos días después de que se inició una intensa campaña mediática contra la empresa criticando el trato que les daba a los consumidores chinos.
La campaña comenzó al día siguiente de la elección de Xi Jingping como presidente de China, iniciando la gran transformación autoritaria de los últimos 12 años.
La sorpresa, y la preocupación de Apple, que daba las mismas garantías a todos sus consumidores en el mundo, y que para entonces, después de haber experimentado por años con fábricas en Estados Unidos, Corea del Sur, Mexico, Taiwán, e Irlanda, tenía en ese momento el 100 por ciento de su producción en China, fue mayúscula.
18 días después de la andanada periodística contra Apple, su presidente, Tim Cook, envió una nota personal ofreciendo disculpas y prometiendo que desde entonces, la empresa daría las mejores garantías a los consumidores chinos.
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¿Puede Apple romper su dependencia con Pekín?
En la entrevista que McGee concedió a NPR en junio de 2025 advierte que “Apple no está en posición de dictar términos en China; más bien, debe adaptarse a los términos que le son impuestos”.
El autor subraya que cualquier conflicto geopolítico, cambio en la política industrial china o crisis diplomática entre Pekín y Washington podría tener un impacto inmediato y devastador en la capacidad de Apple para fabricar y distribuir sus productos.
Donald Trump y Foto:AFP Y Reuters
En 2025, la empresa de tecnología mantiene el 85 % de su producción mundial en China. La “demanda insaciable” por sus productos y la eficiencia de la industria local le impiden considerar un futuro sin ese país.
El autor examina cómo esta relación influye en el comportamiento corporativo de Apple en otros frentes.
En temas de derechos humanos, libertad de expresión y privacidad de datos, McGee observa una tendencia a la autocensura o a la adaptación de productos y servicios a las exigencias del Gobierno chino.
Un ejemplo es la eliminación de aplicaciones en la App Store china, a petición de las autoridades.
McGee no presenta a Apple como una víctima pasiva, sino como una empresa que tomó decisiones conscientes, priorizando la eficiencia y la rentabilidad sobre la diversificación estratégica.
El dilema es si, en el contexto actual, existe una salida viable que no implique pérdidas significativas de mercado, beneficios y capacidad productiva.
Las promesas a Trump
Ante la andanada proteccionista del primer gobierno Trump (2016-2020), Apple prometió invertir más de 350 billones de dólares en 5 años.
Para Patrick McGee, la empresa no realizó nuevas inversiones significativas, más allá de fabricar algunos MacPro en Austin, y más bien recicló datos existentes de operaciones e inversiones ya proyectadas.
Ahora, Cook ha prometido invertir más de 600 billones, pero McGee asegura que no hay compromisos concretos sino anuncios estratégicos.
Tim Cook asumió un riesgo al unirse a Apple en sus momentos más críticos. Foto:Apple / Getty Images
Apple in China combina investigación de campo, entrevistas con ejecutivos y análisis de datos para ofrecer una radiografía completa de un vínculo que redefine el concepto de globalización empresarial.
Es un relato que va más allá de Apple: sirve como advertencia para cualquier corporación que base su modelo de negocio en una integración profunda con un solo país, especialmente si ese país es una potencia con objetivos estratégicos propios y un sistema político cerrado.
Al final, el libro deja una pregunta inquietante: ¿puede Apple –o cualquier gigante tecnológico– mantener su independencia real cuando su corazón productivo late en un país que controla cada latido?
Para McGee, la respuesta dependerá de si la empresa está dispuesta a asumir los costos de reconstruir su ecosistema industrial fuera de China, un proceso largo, costoso y políticamente complejo.
Hasta entonces, el iPhone seguirá siendo, en buena medida, un producto “diseñado en California, fabricado en China” –y condicionado, directa o indirectamente, por los intereses de Pekín–.
NICOLÁS LLOREDA
Para EL TIEMPO