Noticias

Donald Trump y el retorno del nihilismo capitalista

Published

on


Donald Trump todavía era apenas un casero y un matón televisivo cuando Steve Bannon —que luego sería su intermitente demagogo en jefe— se declaró enemigo despiadado del Estado administrativo. Autodramatizador como es, las palabras de Bannon no dejaron de provocar un estremecimiento: «Soy leninista y Lenin quería destruir el Estado, y ese es también mi objetivo. Quiero que todo se derrumbe y destruir el establishment actual».

Insurgentes y revolucionarios a lo largo del espectro político buscaron, de distintos modos y por distintas razones, aplastar al Estado. Hasta hace poco, sin embargo, pocos se habían mostrado abiertamente críticos de la democracia. Incluso sus opositores más confesos, desde hace años, usaban el lenguaje de la democracia para argumentar y justificar su recorte. Eso ya no es así. Tomemos a Stephen Moore, uno de los asesores económicos de Trump. Conservador del patrón oro, expresidente del Club for Growth y miembro tanto del consejo editorial del Wall Street Journal como de la Heritage Foundation, dejó muy en claro sus ideas en 2016: «El capitalismo es mucho más importante que la democracia. Ni siquiera creo demasiado en la democracia».

Buena parte de lo que hace la nueva administración no es más que la continuación de gobiernos republicanos y demócratas anteriores y su conocida pulsión de salvaguardar el bienestar de los ricos y poderosos. El desguace del Estado de bienestar fue la base de la contrarrevolución de Ronald Reagan y se consolidó con sus sucesores, tanto republicanos como demócratas. Alimentar la máquina de guerra fue un empeño bipartidista desde siempre.

Sin embargo, algunas de las medidas más draconianas adoptadas por la nueva administración parecen de otro orden. Lisa y llanamente, se escapan de la lógica del interés propio capitalista. Se muestran profundamente desestabilizadoras, destructivas por la pura destrucción, movidas por un apetito de crueldad y un resentimiento absoluto.

Con Trump, los capitalistas fueron alentados a desatar sus «espíritus animales», a devorar todos los recursos humanos y naturales que puedan acumularse de manera rentable como capital. Si no se los frena —ya sea por instituciones políticas democráticas, el movimiento obrero u otros diques contra la acumulación depredadora—, ese impulso puede terminar en un suicidio social: fatal, en última instancia, para la propia civilización capitalista.

Un desenlace semejante parece inimaginable. Sin embargo, la conducta de los círculos gobernantes en torno a la administración Trump despide un penetrante aroma a este tipo de nihilismo capitalista.

Breaking Bad

Negar a los hijos de inmigrantes el acceso a programas de Head Start es punitivo pero fiscalmente trivial. Expulsar a sus padres del país drena la reserva de mano de obra barata de la que depende buena parte de las empresas estadounidenses para sostener sus márgenes. Recortar el Programa de Asistencia Nutricional Suplementaria (SNAP), del que dependen 41 millones de personas —incluidos millones de niños—, acelerará el ya alarmante descenso de la expectativa de vida.

Al mismo tiempo, su efecto sobre la productividad laboral —la jerga oficial lo llama «ética del trabajo»— será nulo o, más probablemente, negativo. Desmantelar el Departamento de Educación (DOE) puede resultar psíquicamente gratificante para los «antiwoke», pero amenaza con llevar a la quiebra a toda la muy rentable industria de consultoría educativa. Recortar las becas de investigación médica socava las perspectivas de la Big Pharma, por no hablar de la salud futura de la fuerza de trabajo. Obligar a los pobres a dejar Medicaid no es ningún beneficio para el complejo médico-industrial. Los recién desasegurados, incluidos muchos de los millones de niños en Medicaid, simplemente se enfermarán y morirán —alimentando «la picadora de madera», como Elon Musk lo expresó de manera tan poco elegante—, junto con las agencias clave del Estado social.

Desechar cuerpos y mentes de ese modo habla de sadismo, no de codicia.

Y no es todo. Diezmar el Servicio Forestal es una mala noticia para todos. Incluso la industria maderera lamentará la muerte de ecosistemas enteros, sin los cuales los bosques se marchitarán. Ningún lobby corporativo se beneficiará con los despidos masivos en el Servicio de Pesca y Vida Silvestre. Eliminar la Agencia Federal para la Gestión de Emergencias (FEMA) eleva los riesgos para aseguradoras y fondos de inversión. Negar ayuda federal a comunidades afectadas por una fuerte contaminación no tiene impacto alguno en las cuentas de las empresas.

La ciencia y las artes también están en la mira de este mismo asalto nihilista. Universidades, museos, laboratorios de investigación, salas de concierto, lo que queda de los medios serios, incluso los vehículos del entretenimiento masivo, se encogen, se autocensuran y purgan sus filas. Despedir a cientos de pronosticadores en la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica (NOAA) amenaza la seguridad de la industria naviera y la producción tanto de agricultores familiares como de empresas agroindustriales. Privatizar los sistemas de alerta temprana puede atraer a los capitalistas de riesgo, pero ¿qué pasa si no podés pagar la aplicación que te avisa del inminente tsunami, incendio forestal o aluvión?

Durante los primeros seis meses de Trump, la administración batió récords en ataques a científicos y cancelaciones de becas de investigación del Instituto Nacional de Salud, además de recortar personal en agencias estatales vinculadas con la ciencia como la EPA, la NOAA, el DOE y la FEMA. Esto puede funcionar como cocaína política para los odiadores del Estado, pero la intrincada red de entidades comerciales que dependen de la regulación y el apoyo estatales se debilitará e invitará al caos.

¿Se acumula capital como resultado? No, en absoluto.

Quienes imaginan un orden puramente emprendedor y celebran el ataque al Estado parecen olvidar que las agencias gubernamentales aportan casi una cuarta parte de la financiación total para las compañías tecnológicas en sus primeras etapas. En cuanto a los avances biológicos y médicos, la situación es aún más despareja: el 75 % de las nuevas entidades moleculares fueron descubiertas por laboratorios públicos o agencias estatales.

Mientras tanto, Musk y sus colegas tech bros quieren «eliminar todos los subsidios estatales». Sin embargo, Tesla y SpaceX dependen en gran medida de esos subsidios, que llegan a través de la NASA y del Departamento de Energía, sin mencionar los generosos créditos fiscales y los préstamos estatales por 2.500 millones de dólares que recibió Tesla.

Peter Thiel, fundador de la empresa de software Palantir, se burla del gobierno llamándolo lisa y llanamente «socialista». Está tan harto de los burócratas socialistas que se imagina fondeando en altamar con su proyecto de «seasteading», comunidades flotantes en el océano que no estén sometidas a regulaciones gubernamentales, impuestos ni demás “cargas socialistas”. Eso sí: Palantir obtiene el 60 % de sus ingresos de contratos con el gobierno, incluyendo a la CIA, el Departamento de Defensa y otras agencias estatales.

La anticivilización

La guerra contra la ciencia y las artes revela un odio visceral hacia la civilización moderna en sí misma. Lo que antes se aceptaba como reglas básicas del comportamiento civilizado hoy se pisotea con impunidad. La crueldad exhibida a diario —en el secuestro de inmigrantes en las calles, en el maltrato a quienes están detenidos en la «Alcatraz de los cocodrilos» en Florida, o en la vida subterránea a la que son empujados quienes temen por sus familias— delata una indiferencia maligna, o peor aún, una necesidad profunda de crucificar públicamente a las personas en rituales de humillación y tormento.

Las crucifixiones recaen sobre los débiles, los vulnerables, los heterodoxos, los extranjeros, los disidentes, los racialmente despreciados. Es innegable que gran parte de la energía detrás de la ola de persecución del nuevo régimen proviene de ese profundo pozo nacional de animosidad racial y étnica, y de miedo político. No necesita más justificación, y puede ser, estrictamente hablando, irracional desde la lógica de la ganancia.

Aunque puede rendir frutos políticos. John Adams lo expresó así: «La gran pregunta será siempre quién trabajará». Pero esa es una versión benigna de un supuesto no dicho que guía la conducta de los círculos gobernantes contemporáneos: que todos, salvo unos pocos selectos, son Untermenschen a los que se puede usar, abusar y desechar.

Tradicionalmente, las clases dominantes deben prestar cierta atención al mantenimiento del bienestar general, incluyendo la salud espiritual de la sociedad. Si fallan en eso, su legitimidad puede quedar en entredicho. El grupo que actualmente dirige los asuntos del país no desconoce este imperativo. Después de todo, se ocupan del negocio de «hacer grande a Estados Unidos otra vez». Sin embargo, a menudo se imponen sus instintos depredadores.

Se trata de una disposición heredada. Antes de Trump, los principales actores empresariales del país (las finanzas en particular, pero no solo ellas) ya administraban una economía profundamente parasitaria. Estaba sostenida en la deuda, la especulación y el vaciamiento de la capacidad industrial del país. Todo pareció derrumbarse, o eso creímos, en la crisis financiera global de 2008.

En vísperas de ese desastre, dos «amos del universo» de Wall Street resumieron la forma en que veían sus dudosas maniobras financieras —y las probables consecuencias para el resto de nosotros— en un correo electrónico mordaz: «IBG-YBG», se burlaban con conocimiento de causa, es decir: I’ll be gone — you’ll be gone («Yo ya no voy a estar — y ustedes tampoco»).

¿Cómo describir mejor la bancarrota moral de toda una era, que todavía nos acompaña? «IBG-YBG» es el lema de una clase dominante que descartó el futuro o, más bien, que solo imagina un futuro estrictamente depredador. Atada a la apreciación momentánea de los valores de los activos, vive únicamente en el corto plazo. Trump, los tech bros y las siguientes generaciones de magnates de Wall Street aprendieron todo lo que necesitaban saber en esa escuela de vandalismo planetario.

El Logan Roy de Succession lo dijo mejor: «Fuck off» a cualquiera que se interpusiera en su camino. La versión de Thiel es el seasteading. La de Musk, mudarse a Marte. El capitalista de riesgo Balaji Srinivasan prefiere la creación de «estados en red» privados donde pueda hacer lo que se le antoje. Si el mundo se tambalea al borde de la catástrofe, estos tipos —plenamente conscientes de que sus propios negocios y conductas personales contribuyen de manera decisiva a esa situación existencial— se construyen búnkeres fortificados. El «fuck off» para el resto del mundo. Que se joda.

El capitalista primitivo

Ya vimos antes el tipo de capitalismo del «fuck off» que Trump preside. Fue en la época de los robber barons (barones ladrones), la primera vez que Estados Unidos «volvió a ser grande».

Los robber barons originales —hombres como John Jacob Astor, Cornelius Vanderbilt, Andrew Carnegie, John D. Rockefeller, Jay Gould, Russell Sage, Edward Harriman y un largo etcétera— fueron acreditados como los constructores de la potencia industrial del país. Que merezcan tal honor es, en el mejor de los casos, dudoso. Tender vías, extraer carbón, perforar en busca de petróleo, forjar acero, arar la tierra, arrear ganado, recoger algodón, navegar barcos, tender cables eléctricos, levantar rascacielos: nada de eso lo hicieron ellos. Los barones fueron más bien propietarios y administradores de empresas que convertían esos recursos en capital. Y fueron despiadados en cómo lo hicieron.

Especular con los valores emitidos por sus compañías se convirtió en la obsesión de algunos de estos hombres. Si las propiedades de base —digamos un puente ferroviario o una locomotora— estaban mal construidas y colapsaban o explotaban, matando y mutilando a decenas, tanto peor para las víctimas. Si una mina resultaba ser apenas un agujero vacío en el suelo, que se arreglaran los crédulos. Si las acciones de una compañía estaban enormemente infladas —es decir, valían mucho menos de lo anunciado—, el mercado podía «autocorregirse», arrastrando a la bancarrota a legiones en el camino.

Toda la economía de la Edad Dorada estaba sujeta a esas periódicas «autocorrecciones», conocidas como pánicos. Luego venían las depresiones. Los pequeños negocios quebraban. Los títulos hipotecarios (inventados un siglo antes del crash de 2008) colapsaban y devastaban el interior rural. Los desocupados vagaban por los caminos, los hambrientos hurgaban y pedían limosna, los sin techo levantaban carpas.

Como hoy, el gobierno le daba la espalda a los perdedores. El presidente Grover Cleveland sermoneaba a la ciudadanía: «Las lecciones del paternalismo deben desaprenderse y debe enseñarse en cambio la mejor lección de que, si bien el pueblo debe sostener a su gobierno patriótica y alegremente, sus funciones no incluyen sostener al pueblo».

Cuando las cosas iban mejor, las jornadas de doce horas eran la norma y los accidentes industriales que mutilaban o mataban alcanzaban proporciones epidémicas. Miles de prisioneros trabajaban en campamentos a cielo abierto en pestilentes bosques de pinos recolectando resina para usos navales, cosechando en plantaciones algodoneras o extrayendo carbón para alimentar los hornos de la US Steel. El capitalismo primitivo devoraba el recurso vital que le daba vida: la fuerza de trabajo humana. Si la gente se movilizaba para protestar —y millones lo hicieron—, se encontraba con ametralladoras Gatling (entonces conocidas como el “Terror de los vagabundos”) y otros dispositivos de violencia estatal y privada que hacen que Trump parezca casi un pacifista en comparación.

Armados con la seudocientífica seguridad que les brindaba el darwinismo social de ser los más aptos de la sociedad, los barones desfilaban por el escenario sin una pizca de conciencia social o de responsabilidad por la devastación. Atribuían sus tesoros a la voluntad de Dios, de la cual se consideraban instrumentos: «Dios me dio mi dinero», dijo John D. Rockefeller. Tras el pánico de 1901, J. P. Morgan proclamó sin vueltas: «No le debo nada al público».

Alabados por algunos como héroes titánicos, como grandes capitanes de la industria y las finanzas, los barones fueron también vilipendiados con términos que resultan inquietantemente aptos para nuestra camada actual de depredadores. Vanderbilt, por ejemplo, fue denunciado por su «egoísmo absoluto». Jay Gould, dueño de ferrocarriles, líneas telegráficas y otros negocios en los que también especulaba, fue apodado «el Mefistófeles de Wall Street» y visto ampliamente como un «destructor» o un «carnívoro humano despiadado que se harta con la sangre de sus innumerables víctimas… un demonio encarnado».

Como clase, fueron retratados como bribones sin ley ni reverencia, estafadores y charlatanes oportunistas. Practicaban un «descaro insolente frente a los derechos ajenos». El secretario de Estado Walter Gresham opinó que «la democracia es ahora la enemiga de la ley y el orden y, como tal, debe ser denunciada».

Al igual que Jeff Bezos con su extravagante boda veneciana, ellos también protagonizaban muestras inconcebibles de riqueza. La señora Hamilton Fish, gran dama de la alta sociedad neoyorquina, ofreció una fiesta para los perros de sus amistades en la que a los «invitados» se les obsequiaron collares de diamantes y se reservó un lugar de honor en la mesa para un mono. Durante el pánico/depresión de 1857, en los llamados «sociales de pobreza» los invitados se vestían con percal y telas rústicas, bebían agua fría y comían sobras en platos de madera, sentados en cajones de jabón rotos, baldes y braseros de carbón, para distinguirse de «la arrogancia de los snobs que solo van a atiborrarse de champagne y ostras».

Los observadores también notaban lo mismo que vemos hoy: había algo irreductiblemente falso en esos aspirantes a aristócratas. Eran trepadores sociales —«chip-chop» o «aristócratas de pacotilla» eran los términos de la época—, hombres sin respeto por la educación, semianalfabetos, soeces, de astucia lobuna, apetito insaciable y rebosantes de resentimiento. Lo único que les faltaba eran motosierras.

«Jubilee» Jim Fisk, especulador ferroviario y monetario de primera línea, que se jactaba de su atletismo sexual y se vestía como un almirante sin haber tenido jamás la menor conexión con la marina y un día afirmó que «había nacido para ser malo». Impávido cuando uno de sus negocios financieros fracasó, razonaba con desparpajo: «Nada perdido salvo el honor». ¿Les suena familiar?

Walt Whitman los retrató de manera lapidaria: «La depravación de las clases empresariales es infinitamente mayor de lo que se supone».

El capitalismo primitivo era un vacío moral. Se alimentaba de las crisis económicas cíclicas que él mismo, al menos en parte, generaba. Se fortalecía incorporando y luego devorando economías y modos de vida no capitalistas: pastores indígenas, agricultores familiares, mano de obra esclava secuestrada o comerciada en África, productores artesanales, pequeños comerciantes de pueblo. Impresionantes fueron, sin duda, los logros de la revolución capitalista industrial. Pero se pagaron con sangre.

Como clase dominante, los barones tuvieron una corta esperanza de vida justamente por su inconsciencia social inherente. No resguardaron a la sociedad que saqueaban más de lo que la conducían. En consecuencia, esa sociedad vivía en crisis económica y política permanente. Solo la reforma democrática de ese capitalismo voraz —salarios mínimos y otras protecciones laborales, bienestar social, regulación estatal de los negocios, sindicalización, redistribución de ingresos— salvó al sistema de la autoaniquilación.

Hoy, nuestra versión moderna de la clase dirigente primitiva trabaja afanosamente en deshacer lo que queda del capitalismo democrático. Lo hacen a nuestro propio riesgo —y al suyo también.

Cierre



Source link

Leave a Reply

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Trending

Salir de la versión móvil